Realismo simbólico: Vermeer de Delft y El Espíritu de la Colmena

La exposición que está teniendo lugar en Ámsterdam que reúne el número más completo nunca antes expuesto de la obra de Vermeer de Delft, y la publicación de interesantes artículos al respecto ocupándose de los delicados y profundos símbolos que acompañan al realismo aparentemente frío, fotográfico, de la obra del pintor holandés, me ha animado a recuperar para Imagología una reflexión que publiqué en 2006 en un libro que resumía los escritos de críticos e historiadores sobre una de las mejores películas del cine español, El Espíritu de la Colmena de Víctor Erice. Me refiero especialmente a la obra de Vermeer Alegoría de la Fe, una pintura barroca de Johannes Vermeer realizada alrededor de 1670 casi como testamento artístico y espiritual, pues fue su última obra maestra, no muy reconocida como tal hasta ahora, cuando sus símbolos se estudian ya con el mismo interés que su maestría de pintor de formas e instantes.

Como en el espíritu de la Colmena, con su monstruo desconcertante, en esta obra cargada de simbolismo, llama la atención la presencia de un monstruo, la serpiente aplastada por la piedra angular que representa a Cristo. También es muy enigmático el globo de cristal suspendido (capturando lo que no puede sostener) que simboliza la mente del creyente. Con sus reflejos panorámicos, «se ve el vasto universo en algo pequeño» y de la misma manera «si cree en Dios, nada puede ser más grande que esa mente», como escribió en tiempo de Vermeer el Jesuita flamenco Willem Hesius.

El globo simboliza la interacción de la mente con Dios, y sirve formalmente de paralelismo con el globo terráqueo sobre el que se apoya la mujer alegoría de la religión Católica. En una ciudad en la que los católicos eran minoría, Vermeer trataba de dejar constancia de su fe de modo encubierto, creando emblemas de iconología tal como defendía por esas fechas Cesare Ripa. En una época de dominio del cine ideológicamente realista (ese realismo tímido sobre el que escribió Quintana), Erice se lanzaba a hacer un cine también de símbolos barrocos, con ese barroco sobrio de Vermeer y Velázquez, que casi no se nota. Y lo hacía de la mano de otro gran cineasta nórdico, Theodor Dreyer, y su maravillosa alegoría de la fe que es Ordet, La Palabra (1955).

Una alegoría de la fe

(del epílogo del libro Tres décadas del Espíritu de la Colmena, 2006)

La apariencia formal de El espíritu de la colmena es muy clásica debido sobre todo a la influencia que ejerce sobre Erice la pintura más ilusionista del Barroco. Nos hemos ocupado ya de la unanimidad que existe entre los investigadores para establecer conexiones de algunos planos y secuencias de la película con las obras de Zurbarán, Velázquez o Vermeer de Delft. Especialmente con estos dos últimos se dan, además, importantes concomitancias de significado, por el recurso a tratar simbólicamente sobre cuestiones artísticas universales desde temas aparentemente cotidianos (como hacen la Alegoría de la pintura de Vermeer o Las Meninas, denominado por Calvo Serraller por su compleja autorreferencialidad la “teología de la pintura”).

Pero a pesar de estos paralelismos incuestionables, no tengo constancia de que alguien haya reparado en un cuadro de Vermeer cuyo significado tiene mucho en común con la película que nos ocupa: su Alegoría de la Fe. Se trata de uno de los escasos cuadros del holandés, junto con la Alegoría de la pintura, que muestran claramente -ya en el título- el móvil simbólico, sin perder un ápice del interés primario por la construcción del espacio más ilusionista. En este aspecto, podríamos incluso definirlo como fotográfico o pre-cinematográfico; es bien conocido el uso de la cámara oscura por los holandeses en el siglo XVII. Utilizara o no Vermeer en la Alegoría de la Fe la cámara oscura, los resultados son sorprendentemente hiperrealistas y, sin embargo, todo está preconcebido, plagado de objetos y detalles metafóricos: una mujer representa a la religión-la Iglesia (Vermeer era católico, viviendo como “monstruo” en una sociedad mayoritariamente calvinista), cuyas connotaciones sacramentales se completan con el cáliz que aparece sobre la mesa (símbolo de la Eucaristía, puesta en tela de juicio por los protestantes), además del crucifijo, base de la creencia cristiana universal, y, por último, la manzana mordida del pecado, arrojada a los pies de la mesa. Para un observador no implicado, todo parecería meramente casual, una simple escena de género no muy diferente de un bodegón con figuras, como es característico de los interiores holandeses.

Pero hay un elemento extraño que llama poderosamente la atención: la serpiente que yace en el suelo, vomitando sangre por la boca, porque su cabeza ha sido aplastada por una losa (la piedra angular que desecharon los arquitectos, en referencia a Cristo). Esta serpiente monstruosa que agoniza remite tanto al Génesis como al Apocalipsis, primero y último de los libros que componen la Biblia; ambas obras escritas en clave simbólica, como suele ser frecuente al penetrar en los difusos límites –principio y fin- de lo sagrado. Su presencia no estaría fuera de lugar, puesto que la fe del cristianismo se resume en el triunfo de Cristo sobre el pecado (simbolizado por la serpiente), y sobre sus consecuencias nefastas en el hombre, especialmente la muerte. Pero esta “aparición” de la serpiente en un entorno doméstico que no le es característico rompe de modo implacable la tradición “fotográfica” que queremos ver en Vermeer, y no es extraño que el cuadro haya sido considerado como una obra poco representativa del autor, a no tenerse muy en cuenta (a diferencia de la alabada Alegoría de la Pintura, que, aunque recurre también al simbolismo, carece de fenómenos extraños semejantes). Digamos que, como sucede también en El espíritu de la colmena, en el cuadro de Vermeer, la aparición de un monstruo en un contexto realista que no le pertenece, atenta contra el buen gusto dominante.

Seguramente este cuadro no tuvo nada que ver con el origen de la película, al menos directamente; como tampoco la condicionaron, en mi opinión, los demás cuadros de Vermeer, de los que Erice sólo quería extraer la forma de la luz y del color. Pero independientemente de que Erice conociera o no esta fuente de referencia, he creído oportuno comentar el contenido de sus temas simbólicos (y el modo formal, realista-ficticio, de mostrarlos), para hablar del significado más importante de El espíritu de la colmena, que es en mi opinión una alegoría de la fe en clave mítica.

Sabemos que toda la película de Erice, al menos desde el hallazgo del fotograma de Whale, estaba orientada hacia el encuentro final entre Ana y el monstruo junto al río; encuentro que certifica para la niña que los espíritus no mueren, que la muerte no tiene la última palabra. Erice ha manifestado que debía esa escena final, un tanto grandilocuente, a la fe de Ana en el monstruo, por lo que no dudó en resucitarlo sobre la marcha, a pesar del descontento de Fernández-Santos y Querejeta, o las críticas a posteriori, que llegan hasta hoy. Se trata de una experiencia que se repite también en cada visualización de la película: la aparición inesperada del monstruo de Frankenstein suele ser recibida con agradecimiento o con irritación, pero casi nunca con indiferencia.

Queda pendiente si este encuentro de Ana con la criatura de Frankenstein es una visión producida por su estado alucinatorio o precede a dicho shock emocional. Sabemos que es una opción artística por lo que cabría también la posibilidad de que, como ocurre en la obra de Marc Chagall, se fusionara sin problemas la dimensión sobrenatural con el mundo de la realidad y de los sueños. No sería, por tanto, necesario justificar esta aparición como un delirio, según la lectura materialista que Freud hizo de los sueños (y que, entre otras cosas, obligó a Chagall a autoexcluirse del Surrealismo, tan doctrinario en este sentido). La fe de Ana Torrent necesitaba que el monstruo siguiera vivo, que el mal y la muerte no tuvieran la última palabra, y por eso Erice quiso resucitarlo.

Puede ser oportuno volver a recordar el famoso milagro propiciado por la fe de una niña en la película Ordet de Theodor Dreyer. Cuando Johannes, el perturbado que se cree Jesús, resucita a Inger, todos los presentes se muestran desconcertados, especialmente los funcionarios de su propia iglesia. Al repetir literalmente las palabras de Jesús, obliga a los creyentes oficiales a poner a prueba su propia fe. Johannes es un verdadero monstruo social, que, como el Frankenstein de El espíritu de la colmena, establece una comunicación íntima con la niña. Y, como en la película de Erice, el mayor éxito de Dreyer como cineasta está en sorprender con el milagro, no solamente a los testigos presenciales del hecho sobrenatural sino también al espectador. Descubrimos de improviso que no esperábamos semejante happy end, y sólo entonces caemos en la cuenta, desconcertados, de que, como los predicadores y miembros de la iglesia que tomaban por loco a Johannes, estamos llenos de prejuicios contra los milagros.

Uno de los más famosos aforismos de Chesterton descubre que, aunque corre al respecto una idea distinta, un creyente es un hombre que admite un milagro si se ve obligado por la evidencia; en cambio, el no creyente ni siquiera acepta discutir sobre los milagros porque le obliga a ello la doctrina que profesa y que no puede contradecir. Parece claro que si uno parte de un esquema según el cual el milagro es imposible, es prisionero de este esquema. La propuesta de Dreyer en este sentido es que el poder de la fe ingenua lleva a Dios más que el exceso de conocimiento. Al pastor que sabe de teología jamás se le ocurriría pedir un milagro, mientras que la niña y Johannes, el lunático, tienen una fe viva y sienten la cercanía de Dios para hablarle y pedirle ese milagro con toda confianza. De hecho, ninguno de los dos se extraña siquiera de la resurrección de la madre[1].

Dreyer en Ordet pide a su público libertad de mente para aceptar el milagro “haciéndose niño”; es decir, abandonando los esquemas según los cuales no cabe lo sobrenatural en la vida humana cotidiana. Hay una defensa firme del irracionalismo religioso, que se inspira en Kierkegaard. La vivencia de la fe se nos muestra como una relación privada, personal, que trasciende incluso el ámbito de la religión como requisito social, lo que todas las instituciones pueden tener de espíritu de la colmena. Dreyer era creyente, y sabía del poder de convicción de las imágenes: el cine puede llevar a Dios, porque es capaz de mostrar el poder de la mirada sencilla de una niña. Quería mostrarnos con su película que hacerse niño es una exigencia insoslayable para participar del Reino de Cristo, el gran desafiante de las leyes implacables de la muerte y el pecado.

Los puntos en común son demasiados para que Erice no tuviera esta película en mente cuando rodaba El espíritu de la colmena. En Valencia reconoció que Dreyer era uno de los directores que más le gustaban por aquel entonces; y el cineasta danés consideraba a Ordet su película más equilibrada. Por otro lado, la filosofía fideísta de Kierkegaard influyó mucho en la visión atormentada de la fe en contradicción con la razón propia de Unamuno (tal como aparece reflejado en las dudas existenciales que muestra el personaje de Fernando, tan unamuniano). Cabría, por tanto, una lectura trascendente de El espíritu de la colmena, con un final abierto que supera también la mera ingenuidad de una credulidad infantil. Erice se identifica con Ana, y al devolverle con su milagro cinematográfico la fe en el espíritu, abriga la esperanza de que se cumpla la máxima de Godard que él mismo cita con frecuencia: “El cine autoriza a Orfeo a volver la mirada sin que Eurídice muera”[2].

Como Dreyer, Erice cree fervientemente en el cine como vehículo de mensajes profundos sobre el ser humano; y entre estas vivencias caben también las de carácter sobrenatural. Por eso nos sorprende el encuentro de Ana con Frankenstein -o el momento de la resurrección de Inger en Ordet-, y nos revelamos contra esta aparición o sólo la aceptamos en la atmósfera realista que domina en la película como un detalle de mal gusto; algo que se permite tan sólo a los artistas, que no se ponen límites, según Fernando Savater.

Sabemos, sin embargo, de los límites que se pone Erice; de su preocupación posterior por el proceso adecuado de madurez de la joven actriz, que él pudo haber precipitado con su película. Sus límites son el respeto escrupuloso a la libertad de la persona, desde el último actor de reparto hasta el más despistado espectador.


[1]“Para los creyentes tibios, Jesús no debe ser actual, hacerse presente hoy para recordarles que es la Luz del mundo… Está bien allí donde está, en la tradición, en los tiempos antiguos, donde sí que todo era posible, incluso los milagros, como afirmará el pastor. Pues hoy, cuando la ciencia ya conoce cómo funcionan las leyes naturales, al mismo Dios que las estableció no debemos pedirle que las altere”. Horacio Valcárcel, en el coloquio con Juan Cobos, Antonio Giménez-Rico y Juan Miguel Lamet, grabado en Madrid el 7 de junio de 1997. En Nickel Odeon, n. 8, Otoño de 1997, p. 40.

[2] Histoire(s) du Cinéma, Cap. 2a. Cit. en ERICE, Víctor, “Escribir de cine, pensar de cine”, Banda aparte, n. 9-10, p. 4.

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