Guerra y propaganda: Kiev como epicentro mundial

El miércoles 23 de febrero, horas antes del ataque de Rusia a Ucrania, el presidente Volodímir Zelesnki compartía un mensaje en ruso destinado a los ciudadanos rusos (https://www.youtube.com/watch?v=CUcxUf_6gw4).

La traducción al inglés del vídeo tenía ya más de 8 millones de reproducciones antes del fin de semana y tres veces más cuando Kiev está a punto de ser sitiada por un largo convoy de 60 kilómetros formado por carros de combate y tanques enviado desde Bielorrusia. El discurso del Presidente Zelenski no se ha visto, por supuesto, en medios rusos, pero sí en las redes sociales y pasará a la historia como otros discursos de líderes mundiales, desde Gandhi a Martin Luther King o Nelson Mandela.

Es evidente que lo que está pasando en Kiev marca un cambio histórico, y nos afectará a todos, y no solo a Ucrania y Rusia, como había sido hasta ahora, en su lucha de propaganda histórico-identitaria que viene teniendo lugar en ambos países desde la independencia de Ucrania de la URSS, y sobre la que me gustaría hablar en este artículo.

La ciudad sagrada

Ucrania significa frontera, y siempre ha sido el punto de fricción en los difusos límites orientales de Europa, al menos desde la conversión al cristianismo griego del príncipe Vladimir de Kiev en el año 988, cuando todavía ni Lviv ni Moscú existían, pues no habían sido fundadas por otros príncipes de la Rus, en lucha contra la Horda de Oro.

Con el tiempo, la Ucrania del Oeste, de los Cárpatos y de la Galicia de Lviv, sería la cuna del nacionalismo ucraniano más beligerantemente antiruso, con una población predominantemente greco-católica (llamada despectivamente Uniata por Moscú). Lviv quedó en la órbita polaca primero y luego del Imperio Austrohúngaro, y al desmembrarse este en 1918, dio origen a un proyecto de independencia ucraniana que causaría una guerra sangrienta con la también recién nacida república de Polonia. Lviv perdió después a un tercio de su población, los judíos famosos de la Galizia, en los campos de concentración nazis. Por eso es bastante curioso que los de Lviv sean llamados nazis por la propaganda de Putin en su intento de reescribir la historia.

En otra entrada he escrito sobre la hermosa y cosmopolita ciudad de Lviv, ahora refugio en la resistencia frente al invasor: https://imagologiajorge.wordpress.com/2010/11/28/europa-entre-oporto-y-lviv-pasando-por-barcelona/

Entre Lviv y Moscú, Kiev era escenario de todos los acontecimientos sangrientos del siglo XX que marcaron la definitiva unión de Ucrania a Rusia. Lo que pasó allí durante la Revolución de Octubre de 1917 y años siguientes lo describe muy bien Chaves Nogales en El maestro Juan Martínez que estaba allí (Asteroide, 2007). Kiev fue zafarrancho de combate de los bolcheviques, los blancos y los nacionalistas ucranianos, encabezados por el atamán Petliura, que unas veces se aliaba con unos y otras veces se hacía pasar por otros (según veía que podía conseguir más apoyos de la población civil), para intentar hacer de esta gran capital la sede de una república ucraniana independiente.

Como sabemos, ganaron los bolcheviques, no tanto porque los ucranianos fueran invadidos por los rusos, pues muchos soviéticos eran también de origen ucraniano, sino porque estos bolcheviques ucranianos tenían apoyo de Moscú y San Petersburgo, llamada entonces Leningrado.

En los peores años del Estalinismo solía decirse que cuando en Moscú se cortan las uñas, en Kiev ruedan cabezas. Esto es, los ucranianos soviéticos han sido más radicales que los propios rusos a la hora de imponer las ideologías imperiales provenientes de Moscú, y por eso no dudaron en tirar abajo, en la década de 1930, monasterios importantes de la ciudad sagrada, algunos de los cuales, como el famoso San Miguel de las cúpulas doradas, fueron reconstruidos tras la caída de la URRS.

Cito este monasterio porque San Miguel es el patrón de Kiev, y una conocida imagen suya destaca sobre la columna de la plaza más importante de la ciudad (llamada después de la Independencia, y Euromaidan desde 2014, pues maidan es plaza en ucraniano).

Pero conviene recordar que el proyecto de reconstrucción del monasterio cercano de San Miguel se remontaba ya a 1970. Esto es, incluso durante la URSS, el simbolismo religioso de Kiev para todas las rusias era tan importante que en 1981 limaron la espada de la Victoria (símbolo de la Gran Guerra Patria contra Hitler que unía a todos los soviéticos) para que no se elevara más que el campanario de la catedral del Lavra o de las cuevas, cuna de la fe cristiana en tierras ortodoxas.

Kiev versus Moscú

Desde 1991 Ucrania se independiza definitivamente de Moscú, no sin conflictos internos, pues una mayoría de rusoparlantes ucranianos seguía teniendo fuertes lazos económicos y familiares con la Federación Rusa. Es entonces cuando comienza una carrera de propaganda entre Kiev y Moscú por narrar la historia, compleja como hemos visto, del modo que se inclinara más a cada capital.

La Revolución Naranja puso en el gobierno a los políticos provenientes de la zona occidental, es decir, la parte de lengua ucraniana, vinculada históricamente con Occidente; pero cuando el Partido de las Regiones de Yanúkovich ganó el poder, no sólo se encarceló a alguno de estos líderes opositores (Yulia Timoshenko) sino que se hizo lengua cooficial con el ucraniano al ruso.

Ya conocemos por las noticias que el idioma es un factor de enfrentamiento entre Rusia y Ucrania, que Rusia esgrime como pretexto para la invasión. Sólo en el este y centro de Ucrania el ucraniano es el primer idioma, pero en el resto del país es compartido con el ruso.

De hecho, el partido de Yanukovich confiaba con que su posición rusófila se afianzara gracias a los medios de comunicación rusos, que esa población del este y del sur de Ucrania consumía de modo normalizado. Desde el punto de vista mediático Kiev no podía competir con Moscú y su maquinaria propagandística.

La visión que llegaba de Rusia era paneslava y ortodoxa nacionalista. Estando Yanúkovich en el poder, unos meses antes de la revolución de Maidan de 2014, Putin asistió en Kiev a una ceremonia junto al monumento al Príncipe Vladimir, promotor de la conversión de la Rus (al principio con capital en esta ciudad) al cristianismo ortodoxo, y de hecho hay una nueva fiesta en Rusia que celebra este evento.

El simbolismo es evidente: la tercera Roma, Moscú, se sabe heredera de la “Roma intermedia” (entre Constantinopla y la capital del antiguo ducado de Moscovia); pero, sobre todo, su presencia allí recuerda a los ucranianos que son los primeros rusos, cuna de la ortodoxia.

El cine histórico al servicio de la propaganda

“Es más útil entrar en un museo que hablar con cien políticos profesionales“ — escribe el gran reportero Ryszard Kapuściński en su libro «Los cínicos no sirven para este oficio: sobre el oficio del periodismo».

También el cine sirve para entender lo que está pasando. Empecemos por analizar una gran superproducción histórica realizada en la Rusia de Putin: 1612 (Vladimir Khotinenko, 2007). Desde 2005 ya no se conmemora en Rusia el día de la Revolución, que ha sido sustituido por el 4 de noviembre como fiesta de la Unidad Nacional. Esta película recuerda a los propios rusos en qué consiste su nueva fiesta nacional, que celebra el día en que los polacos fueron expulsados de Moscú en 1612. Esto es, el fin de los años turbulentos de dominio polaco y el comienzo de la dinastía Romanov y por tanto del Imperialismo ruso.

Se trata de un determinado tipo de cine realizado según los parámetros más comerciales de Hollywood que busca reescribir la historia de Rusia (no olvidemos que el cine histórico habla sobre todo del presente) desde la nostalgia por los viejos modos imperiales, para los que es importante siempre un enemigo que una a todas las identidades diferentes (en un país de enormes diferencias raciales, culturales y religiosas). El mensaje se dirigía a todos los rusos y rusoparlantes, que pueden ver como enemigos históricos no sólo a Polonia sino también a Occidente.

Este maniqueísmo del ellos contra nosotros lo enfatiza de modo simple y eficaz otra de las películas históricas financiadas por el régimen de Putin, Taras Bulba (Vladimir Bortko, 2009). Se trata de un héroe nacional ucraniano reapropiado para la identidad rusa en una producción que contó con el presupuesto más caro de la historia del cine ruso-soviético. En esta película, Polonia es de nuevo el enemigo; y sus líderes sádicos recuerdan mucho a los nazis, aunque su sadismo se remonte al siglo XVII.

Hemos leído mucho recientemente en los medios de comunicación que, con la caída de la URSS, el desarrollo de Polonia y de otros países de reciente incorporación a la UE seducía enormemente a las antiguas repúblicas de la URSS, y Rusia no quiso perder su liderazgo económico y político. Esto es sin duda muy importante, pero también lo es para el imaginario ruso actual la nueva ortodoxia imperialista fomentada por la propaganda de Vladimir Putin.

Por eso, el ex agente de la KGB nostálgico de la URSS se ha convertido en un nuevo Zar para muchos rusos ortodoxos. Cuenta incluso con el apoyo del Patriarca de Moscú, que no condena la guerra de Ucrania sino todo lo contrario, pues no perdona a los ucranianos ortodoxos de Kiev haber roto con el patriarcado moscovita en 2019.

Tampoco Putin perdonaba lo que pasó con su aliado Yanúkovich en la revolución de Maidan. La Ucrania democrática era un mal ejemplo para Bielorrusia, Georgia y otros países satélites. Pero lo que cala más en el imaginario ruso es lo que Putin llama la ingratitud de Kiev y los “hermanos pródigos” ucranianos.

Kiev en el objetivo

Contando con este apoyo emocional de un pueblo que se siente víctima de la historia reciente, Putin comenzó a prepararse para la actual invasión ya desde el mismo año 2014, según los expertos en geopolítica militar. La península de Crimea (cedida por razones de abastecimiento a Ucrania por la URSS en 1954, pues no se pensaba que la URSS podría romperse), de mayoría prorusa, fue el trampolín para la invasión, y el Dombass, con la guerra civil de frontera que ha dejado 14000 muertos, el pretexto.

Putin pensaba que sería más fácil tomar Ucrania y derrocar a su presidente para poner a un gobierno proruso; imaginaba que la Ucrania actual era igual que la del 2014, pero se ha equivocado. Ucrania ha disfrutado en estos años de una democracia progresiva, imperfecta sin duda, pero democracia, con libertad de expresión, turno de partidos, etc.

También en estos diez años los canales de tv rusos que antes se consumían sin demasiados problemas han sido censurados, impidiendo que la propaganda de Putin siguiera calando en los más jóvenes. Y los mayores han podido experimentar, de nuevo, que Rusia no es un país hermano, sino un imperio agresor, dominado por un líder autocrático. Por ejemplo, la serie Chernóbil no se podía ver en la Rusia de Putin, cada vez más nostálgica de la vieja URSS, pero sí en Ucrania.

Putin no se esperaba encontrar apoyo en el pueblo ucraniano gobernado por un antiguo cómico judío al que nadie parecía tomar verdaderamente en serio (tampoco en Europa, como muestra un video de la serie de TV que le dio el poder político (https://www.lavanguardia.com/television/20220302/8093999/gag-volodimir-zelenski-actor-viraliza-mensaje-putin-derribado-ucrania-video.html).

No es capaz de entender la fortaleza de la democracia. Pero los ucranianos, también la mayoría de los rusoparlantes de Jarkiv, Odesa, Mariúpol o Jerson, ya no quieren volver a perder las libertades conseguidas, que incluyen además la tolerancia religiosa y lingüística. Por eso resisten desesperadamente al invasor.

Publicado en el Diario La Rioja, el 11 de marzo de 2022.

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